miércoles, 25 de marzo de 2009

VIVISECCION

El subterráneo es una caída horizontal que me arroja siempre al infierno diario de la soledad. Dentro del vagón un hombre eructa. Una anciana sorbe de un envase plástico jugo artificial. La mujer pelirroja, sentada al lado mío, se acicala sin pena frente a un torvo obrero de la construcción que observa hipnotizado los redondos senos de la chica de silicona. Decenas de gente aletargada por el golpe diario del despertador, por la frustración de saberse derrotados antes de comenzar el día de labores, van dejando en cada estación pedazos de sueño, imágenes de un futuro que no llegará para muchos. Gente adormecida, gente apiñonada como sardinas en lata, gente quebrantada por saberse muerta, como yo, antes de comenzar la pelea, antes de intentarlo siquiera. Un paria con la dentadura cariada ofrece estampas de la Virgen de Guadalupe, otro más canta lastimeramente mientras extiende entre los pasajeros una mano temblorosa por los solventes que le devoran golosamente la corteza cerebral. Dentro del subterráneo el tiempo es una simple sucesión de blanco y negro. La vida es una simple sucesión de momentos. Inconexos. Inconscientes. Infinitamente intermitentes. Sueño con las lejanas calles de Marraquech y el aroma de azafrán perfumando las chilabas magrebís, con caravanas de camellos avanzando con la parsimonia de elefantes dalialianos bajo el solar abrazo del Sahara Español mientras el hashís me incendia desde dentro, pero apenas es un fugaz reencuentro con otra realidad. Demasiado lejana ahora. Tengo veintiocho años. La vida rota. Un par de amigos. Esperanzas amargas. Una mujer distinta cada mes. A veces nadie. A ratos nada. Viajes a Helsinki y a Tánger. A las montañas de Oaxaca y el paraíso de la Huasteca. Sueños de gloria y triunfos de papel. Asco a la televisión. Asco a la guerra. Asco de mí, de ti, de ellos, de todos, de todo, de siempre estar hundido en la mierda. Al llegar a la estación X, la consistencia de este sordo lamento se desintegra. Salgo vomitado hacia la nada. Un par de militares toman por la fuerza a la mujer pelirroja. A nadie le importa. Tranquilamente se hunden en la oscuridad de un resquicio con una sorda carcajada. El grito en el subterráneo me eriza la piel. El aire en este sitio es un veneno que gradualmente desintegra mis pulmones. Aunque siempre hay algo que me arrastra a está muerte dosificada que va pudriéndome con paciencia de quelonio. Camino cargando a mis espaldas el letargo diario de diez horas frente al ordenador. Rumbo a ningún sitio en particular. No soy más que una sorda bestia domesticada por la cómoda placidez de la burguesía. Monotemático amante de vientre obeso y caricias planas. A diario enfrentando lo aplastante de una involuntaria lobotomía existencial, pues he descubierto que el futuro es sólo un trasto roto. Crecí en una generación muerta de ideales. Con triunfadores de papel couché y coños esterilizados por el miedo al sida. Infinitos muertos y chicas anoréxicas o bulímicas, piltrafas ambulantes por el abuso del crystal o los solventes. Sordos a los lamentos de la miseria. Ciegos a la sangrienta recomposición de las cosas. Estoy vendido a la esclavitud aletargante de la televisión por cable. Al reality show y la vida en cómodas mensualidades. Como el resto, he sido confinado a una vida diminuta. Un auto pequeño, una casa pequeña, aspiraciones pequeñas, dosificadas; una pequeña existencia de cuatro por cuatro. Me robaron la esperanza. Soy un cerdo de engorda en la pocilga del consumismo. Esclavo de la tarjeta de crédito y el centro comercial, de la comida transgénica y los sueños motorizados. Habito la soledad. Alguna vez escuche gritar a un loco "la ciudad es una vagina que lentamente me devora". Creo que nunca nadie tuvo más razón. Vivo en un apartamento tan gris como el cielo que ha devorado las estrellas. Me acompañan ocasionales hordas de cucarachas que dan cuenta de los desperdicios amontonados en la sala, la alcoba o el sanitario. Ocasionalmente mi lacónico retiro de ermitaño se rompe con la vibración metálica del celular. "¿Qué tal va todo, Esteban?" Y yo con ganas de mandar todo a la mierda. Ocasionalmente también vómito mis demonios con azulado Bombay o Absolut Vodka, con visitas al peep show o la cantina Z, un pulguero donde los parroquianos son una triste y decadente analogía de mi corrupción. Tras el ordenador construyo, como muchos, una vida de excesos, de chats vacíos y sexo virtual, comunicado con voz sorda, como un lamento de paria; tan cercanamente lejos de todo. Virilio tenía razón, la bomba informática ha estallado. Y lentamente me marchito ante esa expansiva onda de spots baratos y big brother. Caigo como estrella de plástico sobre el basurero infinito que es esta convulsa Babel.
(De mi nuevo libro Chiquero Metropoli)

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